Los artistas nos enfrentamos a una dicotomía importante que no tiene fácil solución, cuando estamos creando debemos enfrentarnos a ser "consecuentes" y hablar de lo que tenemos más cerca o bien apoyarnos en tropos y en la imaginación colectiva para hablar de aquello que no conocemos con certeza. Al final del día no creo que haya una opción correcta, hay quien va de lo local a lo general y quien hablando de lo que en un principio no tiene ni idea ha creado una enorme obra. Al final la tesis de una obra no es más que una idea y que esta se acerque o se aleje de la realidad no acaba dictando cuán buena o mala puede ser obra. Evidentemente contra más te alejes de tu realidad más "flaquezas" puede experimentar tu obra, puedes imaginar cómo es la vida de un periodista pero no eres consciente de todas sus circunstancias si no ejerces como tal, pero si siguiéramos esta normal arrajatabla los autores no podríamos alejarnos demasiado de nuestra realidad, que es más bien parca, apenas podríamos alejarnos de nuestro barrio o nuestra propia casa o bien todo serían historias que se apoyan en los textos de los historiadores. Si bien acercarse a la realidad es una tendencia en auge de aquí a unos años, en mi opinión limita mucho hasta donde puede llegar el arte, porque es un factor limitante increíblemente importante, si exigiéramos hablar a los autores solo de lo que conocen profundamente, habría muchos matices que se escaparían y además eso que conocemos como la imagen colectiva no sería nada más que la realidad. Por ejemplo poco tiene que ver la imagen épica que tenemos sobre los detectives cuando en realidad son gente que se limita a seguirte por la calle y echarte fotos. Igual que poco tiene de épico comparar a los policías que aparecen en el cine negro cuando la realidad se acerca más quizá a echarte a las carreteras a las 7 de la mañana para dirigir el tráfico. Lo que se "inventan" los autores es importante para crear su propia esfera, lo artístico no se apoya en la realidad, si no que la crea. Y esto ya da a una conversación más profunda de hasta cuánto lo cultural configura la realidad y cuánto de realidad hay en lo cultural.
El cáncer, evidentemente, es un tema recurrente en lo artístico. La enfermedad lo es en general, porque la muerte es un elemento profundamente inspirador que configura lo que somos. Si no existiera la muerte hablaríamos de una sociedad totalmente distinta e inimaginable, si es que pudiéramos hablar de sociedad. La muerte es uno de los pocos puntos comunes a todos y cada uno de los seres vivos sobre la tierra, es un elemento unificador de nosotros mismos. Por eso es evidente que se hable de la muerte y la enfermedad en el arte, sin embargo en la gran mayoría de casos las muertes y las enfermedades son más bien un clímax dramático y espectacular que algo que se aproxime a la realidad. Por ejemplo, el cáncer, del que quiero hablar ahora, en la narrativa tiende a ser una enfermedad que encarcela a un individuo en un hospital y muere en un clímax dramático explicando un gran secreto mientras alguien sostiene su mano. O es una enfermedad degenerativa que provoca la caída del pelo, náuseas y algunos pocos más síntomas. Rara vez los artistas se aproximan a la enfemedad con la desagradable realidad que implica, con las idas y venidas de los hospitales, con las charlas de los médicos donde te deben confirmar que la cosa se está complicando cuando en teoría se estaba mejorando, con lo que implica que a dos por tres alguien tenga que acudir a tu casa y romper tu intimidad para tratar a una persona cuyas circunstancias te superan. Y Mario Coutts, en "El Iceberg", hace un retrato de todo lo que significa el cáncer, con las comas, los puntos y las tildes, con los detalles y todas y cada una de las cimas que se deben superar casi a diario, haciendo un profundo retrato del deterioro tanto físico como mental que supone a todos los implicados en esta enfermedad, tanto en el individuo que lo sufre como los que están a su alrededor. Recuerdo un "Un monstruo viene a verme" y allí el cáncer no molestaba, la madre del protagonista es un personaje de fondo, no nos enfrentamos en ningún momento a la enfermedad, casi parece una excusa, sin embargo en este libro, en El Iceberg, el cáncer es agotador, gana terreno poco a poco y cada vez se vuelve más denso en un efecto bola de nieve que aterra. Y aún con todo esto presenta un estoicismo y una madurez, una forma tan adulta de aproximarse a todas estas nuevas sensaciones que "cotidianizan" la enfermedad, que la vuelven real, que la aterrizan sobre la tierra. Y aún con todo esto presenta unos valores artísticos enormes, a veces la mirada de la autora se posa sobre un viaje, un objeto, un cuadro, una frase de un niño o un simple paseo. No es una narración lineal y angosta, si no un viaje que va de aquí a allá siempre manteniendo como elemento vertebrador el cáncer y cómo hace mella en una familia, en un corazón. Uno de los fragmentos que más me apasiona es el siguiente, una breve discusión del enfermo con su esposa que habla sobre su hijo en común:
Tom dice: "Él es muy temerario y a veces eres muy ruda con él, pero nunca tarda en volver". Pienso en eso un rato. Si a vaces soy dura con él, digo, es por el temor al vacío. ¿Y si no tuviese a nadie que le dijese: "Ven-a-terminar-de-cenar" o "Baja-ahora-mismo" o "Es-hora-de-acostarse-ya-te-lo-he-dicho-dos-veces"? ¿Cómo se sentiría? Solo. No puedo soportarlo. Mi insistencia para que se siente a comer, se lave los dientes u ordene los juguetes son una forma de aferrarme a la vida como ejercicio, como rutina. Es todo tan volátil para nosotros. No podemos perder de vista estas cosas.
Es un fragmento brillante, que mezcla lo cotidiano y lo más inmediato con un terror casi cósmico, inabarcable. Ella, Marion Coutts, siente como todo bajo sus pies se está desmoronando, cómo la vida le ha condenado con un futuro imprevisible y demoledor, y su respuesta es asirse a lo más básico, al contacto de una persona que lanza una orden sin respuesta a su hijo simplemente por el hecho de que se mantenga una unión entre ambos cuando todo lo demás se está desmoronando. Esta sensación a amarrarte a lo cotidiano para no irte a la deriva es algo que solo puede expresar una persona que se ha enfrentado a una enfermedad como tal, una reflexión que nunca aparecería en la obra de Bayona porque allí el cáncer no es real, es una idea banal que hemos construido entre todos los narradores.
El Iceberg es uno de mis libros favoritos, porque es tangible, porque es real. Aunque no quiero desdeñar el otro bando, por enfrentarlos futilmente, creo que es bueno que existan las ideas del policía justiciero, del abogado que enfrenta las injusticias del mundo, del espía con un IQ de 300 que además sabe hacer todas las artes marciales del mundo. Creo que también es necesario que se hable del cáncer desde la inexperiencia o desde cualquier cosa del mundo, creo que debe haber un espacio seguro para construir realidad en el arte y que siga habiendo esa relación simbiótica entre lo tangible y lo escrito. Sin embargo hay en ocasiones que cuando un autor habla desde lo profundo de su corazón consigue conectar contigo de una forma más honesta que deja una marca mucho mayor a lo que se pueda lograr con un clímax dramático efectista. Con El Iceberg no lloré, no hubo grandes momentos, sin embargo lo recuerdo cada vez que veo a alguien con un cigarrillo en las manos y me gustaría que todo el mundo lo leyese.
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